domingo, 28 de noviembre de 2010

Caza mayor

Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño
Y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena.

De pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí: Rodeo el matorral tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.

Terminaba la tarea  cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo  lo hizo volverse con presteza.Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro.

-¡Quita allá, Napoleón!
Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababa de desaparecer. El amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a su favorito.

El viejo,  triste sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso. Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba.

Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza. El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándose al pasar una mirada de reojo, tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás.
Recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y arrayanes.

Tras el estampido, apartáronse violentamente las ramas y apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas y rectas. De un salto cayó sobre la perdiz y empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas.

Agobiado por el calor ascendía penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera, cuando un súbito tirón lo hizo girar sobre sí mismo y perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito.
Incorporóse a medias: por el talud descendía gallardamente Napoleón, llevando el morral pendiendo de la boca.

Un estrepitoso aullido contestó a la detonación: el dogo soltó el morral y con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales. Creyó haber cometido un enorme crimen y la figura del amo enfurecido se presentó a su imaginación, produciéndole un escalofrío de terror. Dirigió una mirada al llano, y allá lejos percibió al dogo atravesando los arenales.

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